Descripción
Gombrowicz contra los poetas: el escándalo sigue abierto
Witold Gombrowicz no tenía paciencia para los bardos de voz solemne y aura mística. Lo dejó claro en casi toda su obra, pero en Contra los poetas directamente no se molesta en argumentar: ataca, provoca y dinamita con una ironía feroz la imagen sacralizada de la poesía. Años después, el eco de su crítica todavía resuena. ¿Sigue siendo válido su ataque? ¿O es él mismo quien terminó convertido en un tótem de la irreverencia?
El poeta como fraude
Gombrowicz no se anda con sutilezas: la poesía, tal como la entiende la tradición, es un mundo falso, un juego de artificios donde la solemnidad se ha convertido en un fin en sí mismo. No ataca la poesía como expresión, sino la casta que la escribe, la recita, la celebra y la protege como si fuera un secreto de iniciados. ¿Quién la lee realmente? ¿Quién la entiende? ¿Quién la necesita? Preguntas que incomodan a una comunidad acostumbrada a aplaudirse entre sí.
El poeta profesional, según Gombrowicz, no canta porque tiene algo que decir, sino porque ha aprendido el código de la poesía, ese idioma depurado y monótono que repite una y otra vez las mismas palabras, las mismas imágenes, las mismas poses. “Rosas, amor, noche, lirios”: el lenguaje se ha vuelto fórmula, y los poetas, guardianes de un ritual vacío.
El problema no es la poesía, sino su desconexión con la realidad. Mientras el mundo avanza a los golpes, la poesía sigue encerrada en su torre de marfil, escribiendo para sí misma, repitiendo las mismas metáforas que ya no significan nada. Maiakovski ya lo había dicho: la poesía no debería sonar como un violín, sino como una sierra cortando madera. Pero los poetas prefieren el murmullo etéreo, la embriaguez verbal, el juego de espejos.
Gombrowicz se planta como el aguafiestas, el extranjero que no respeta la etiqueta y dice lo que nadie quiere escuchar: la poesía no gusta, la poesía aburre, la poesía está en crisis, pero no lo admite. Su crítica, claro, es excesiva, polémica y por momentos injusta, pero ahí radica su fuerza: no pretende equilibrio, sino explosión.
El gesto de Gombrowicz tiene un matiz que no se puede ignorar. No está contra la poesía en sí, sino contra su aristocracia. Lo que denuncia es una elite que ha convertido el arte en un circuito cerrado, donde solo se acepta a quienes dominan las reglas del juego. Pero ¿qué pasa si alguien no las respeta? ¿Qué pasa si la poesía se abre al error, a la imperfección, al ruido del mundo?
No es casual que Fogwill, en su Llamado a los malos poetas, haya respondido a este dilema con un pedido de renovación radical: poetas malos, desprolijos, mediocres, desbordados, poetas sin oficio ni prestigio, pero vivos. Quizás ahí esté la respuesta a Gombrowicz: la poesía no necesita desaparecer, sino ensuciarse, volver a la calle, perder el miedo a ser ridícula.
Porque si Contra los poetas sigue siendo un texto vibrante, no es por lo que destruye, sino por la pregunta que deja en el aire: ¿cómo se escribe poesía cuando ya no queda nada sagrado?